Richard Wagner aparece ante mis ojos sufriente y grande como ese siglo diecinueve del cual es una expresión completa. Su rostro está marcado una y otra vez por toda la fuerza impulsora del siglo: así veo ese rostro. Y apenas si logro discernir qué es lo que amo más: si su obra, tan magníficamente ambigua y dominante, tan dominante como cualquier otra obra de arte, o su siglo, durante la mayor parte de cuyo transcurso vivió su vida in quieta, hostigada, atormentada, incomprendida, de poseído, que se cerró en un hechizo de fama mundial.