Cuando tenía unos nueve años, el niño Joseph Conrad -que entonces se llamaba Teodor Josef Konrad Korzeniowski- estaba mirando un mapa de África. Cuando vio el enorme espacio en blanco que había en el centro del continente, puso el dedo sobre el mapa y exclamó: “Cuando sea mayor, iré allí”. Y así fue. En cualquier otro niño, esa exclamación habría sido pura chiquillería o una simple bravuconada. Pero no en Conrad. Y efectivamente, unos veintipico años más tarde, en el verano de 1890, Joseph Conrad estaba allí. Y por más señas, pilotando un barco fluvial que remontaba el río Congo rumbo al corazón inexplorado de África. Y en el equipaje llevaba el manuscrito de la que sería su primera novela, “La locura de Almayer”.
“Vivimos igual que soñamos, solos”, escribió Conrad, cuando ya había dejado la marina y se dedicaba a escribir novelas, y sin duda sabía de lo que hablaba. Durante toda su vida fue un extraño que no encajaba en ninguno de los lugares donde residió. Fue un aristócrata polaco (pero nacido en Ucrania) cuando Polonia pertenecía al Imperio Ruso y al Imperio Austrohúngaro. Luego fue marino mercante -empezó como grumete en Marsella- y terminó su poco notoria carrera naval como capitán de barco de un clíper de la marina británica. Y por último, a los 39 años, cuando dejó la marina y empezó a escribir en inglés (su tercer idioma), la crítica solía considerarlo un novelista de asuntos exóticos y de temática naval, cosa que le desagradaba mucho. Pero lo cierto es que Conrad nunca tuvo una geografía literaria propia. Su mundo era tan vasto como sus travesías marítimas: Borneo y las Indias Orientales Holandesas, el centro inexplorado de África, el Londres de los conspiradores anarquistas y de los agentes secretos, el quimérico país de Costaguana (un trasunto de Colombia) o cualquier punto de alta mar donde un marino se enfrenta a su destino en medio de un tifón o una calma chicha o la locura de un miembro de la tripulación o un incendio en la bodega.
En realidad, la única patria de Conrad, el único lugar donde se desarrollan sus novelas y relatos, es ese momento de la vida en que un personaje cualquiera se encuentra a solas con su conciencia, sin un suelo firme bajo los pies y sin sentir “el terror sagrado al escándalo y a la horca y al asilo de lunáticos”, tal como decía Marlow en “El corazón de las tinieblas” cuando intentaba explicar a sus oyentes -siempre hay oyentes en las ficciones de Conrad- la conducta inexplicable del misterioso Kurtz en el corazón de África. Conrad sabía que nuestra conducta está determinada por el miedo cerval que sentimos ante la presencia del carnicero y del policía -es decir, el miedo al qué dirán y a la amenaza de la ley-, pero que la verdadera naturaleza del ser humano es la que se revela cuando no hay carniceros ni policías que puedan juzgar lo que estamos haciendo. Es curioso que exista un adjetivo que defina los mundos literarios de Kafka y de Orwell y de Faulkner -y de tantos otros escritores-, pero todavía no se haya introducido del todo el adjetivo conradiano para definir una experiencia vital que podamos asociar al mundo literario de Conrad. Y sin embargo, ese mundo es tan vasto y tan primordial que ocupa el planeta entero. Porque la esencia de lo “conradiano” se halla en cualquier lugar del mundo donde un ser humano se enfrente a solas, sin testigos, sin ataduras, a la soledad y el silencio absolutos. Y en este sentido, no hay un escritor más necesario que Joseph Conrad, sobre todo ahora que hemos aprendido a vivir en un mundo repleto de carniceros y policías que meten las narices en nuestra vida, pero en el cual se ha evaporado por completo la noción de conciencia individual: eso que Conrad llamaba “el alma” del ser humano.
Conrad publicó “El corazón de las tinieblas” en 1899, cuando aún no había cumplido los 40 años pero había vivido más vidas que cualquiera de nosotros en varios siglos. Hay pocas metáforas tan poderosas como ese barquito fluvial que remonta un río perdido en el corazón de lo desconocido. Y hay pocos personajes tan enigmáticos y tan fascinantes como el misterioso Kurtz que ha vivido prácticamente solo en medio del “corazón de las tinieblas”. ¿Qué le ha pasado a Kurtz? ¿Se ha vuelto loco? ¿O más bien ha alcanzado una especie de cegadora iluminación sobre el misterio de la existencia humana? ¿Es un criminal? ¿Es un sabio que ha perdido la razón? ¿Un hombre que se ha extraviado en medio de la voracidad de la nada? ¿Un pionero? ¿Una víctima de la fe ilusoria en el progreso humano? ¿Un simple amoral que sólo cree en explotación y en la codicia? ¿O un pobre hombre que creía en el bien pero ha tenido que enfrentarse a solas contra el enigma de la existencia? Por supuesto, Joseph Conrad, el niño que puso el dedo en el corazón del mapa en blanco de África, no nos va a contestar a ninguna de estas preguntas. Y somos nosotros -si nos atrevemos- quienes debemos asomarnos al corazón de nuestra propia conciencia en busca de una respuesta.
Eduardo Jordá, escritor y traductor
Por séptimo año consecutivo, el Taller de Lectura con Eduardo Jordá centrará nuestra programación cultural para la temporada 2024-2025.
El formato del taller es presencial y virtual. A continuación detallamos las fechas y las lecturas propuestas:
CLAUS Y LUCAS, Agota Kristof / 18 de septiembre
EL BUEN SOLDADO, Ford Madox Ford / 10 de octubre
LA GRAVEDAD Y LA GRACIA, Simone Weil / 14 de noviembre
LOS RECUERDOS DEL PORVENIR, Elena Garro / 12 de diciembre
LA PROMESA, Silvina Ocampo / 16 de enero
ANTOLOGÍA POÉTICA, Wislawa Szymborska/ 13 de febrero
EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS, Joseph Conrad / 13 de marzo
EL CHAL, Cynthia Ozick / 10 de abril
DAISY MILLER, Henry James / 22 de mayo
DEMASIADA FELICIDAD, Alice Munro / 12 de junio
CRÓNICA DE PIEDRA, Ismail Kadaré / 10 de julio