El elemento que más valoro en una narración es la poesía. Cristóbal Serra -ese sabio eremita que prácticamente jamás salió de su casa durante sus noventa años de vida- me lo enseñó una vez cuando comentábamos algunos libros que nos gustaban. Ya no recuerdo de lo que hablábamos, pero de pronto sentenció: “Este libro tiene poesía”. Y para él, esa cualidad era la mayor virtud que podía alcanzar un texto literario. Por supuesto, la poesía no era sentimentalismo ni cursilería -nada más lejos de eso-, ni tampoco un estilo suntuoso y sofisticado como el de los grandes maestros de la experimentación narrativo -el llamado “grand style” de Henry James o Proust o Virginia Woolf-, ni tampoco la presencia de un delicado lirismo en las descripciones o de un vocabulario más o menos suculento. No, para nada. La poesía que buscaba Cristóbal Serra era un elemento muy difícil de definir y casi más difícil de detectar. ¿Y cómo puede definirse la poesía de un relato o de una novela? Lo intentaré: la poesía es la mirada compasiva con que un narrador observa a sus personajes y describe los hechos que narra. Y esa poesía puede estar presente incluso en los relatos más asépticos y descarnados o incluso repulsivos.
Pensemos, por ejemplo, en la escena de “El gran cuaderno” en la que se narra un episodio de zoofilia protagonizado por una muchacha bizca y con labio leporino y los dientes negros (y que, para empeorar las cosas, casi no tiene nariz). Es una escena realmente desagradable descrita con una prosa forense, de atestado policial, en la que no hay ni una sola molécula de emoción. Pero al final de la escena, cuando la muchacha descubre que dos hermanos gemelos han estado observando lo que ella hacía con el perro, la chica se sienta sobre la hierba y se echa a llorar. “Sólo me quieren los animales”, dice la chica. Y eso es todo. ¿Todo? No, en absoluto. Porque esta escena, si no incluyera esta confesión de soledad y de abandono por parte de la chica, sería una cruda escena truculenta y casi pornográfica. Morbo puro destinado a engatusar a los malos lectores. Pero no lo es porque ese llanto de la chica y esa confesión de soledad y desamparo humanizan por completo a ese personaje (Cara de Liebre en la novela). De pronto, la chica deja de ser una pervertida y una degenerada y se convierte en una muchacha que sufre y que necesita compasión. Los dos hermanos gemelos se la conceden a partir de ese momento, ya que se preocupan de ella y la protegen en la medida de sus posibilidades (cuando lo normal sería despreciarla y humillarla tras haber presenciado su terrible anomalía sexual). Pero los gemelos no lo hacen. En vez de atacar a Cara de Liebre, la defienden. Y todo porque la chica se ha echado a llorar y ha confesado que sólo la quieren los animales. Pues bien, ese instante de la narración, ese momento inesperado en que todo cambia en un segundo alterando de arriba abajo nuestra percepción de los hechos, eso es la poesía. Y lo que podría parecer un texto descarnado e inhumano -y por tanto amoral- se transforma en un pequeño tratado sobre el sufrimiento humano. Basta un gesto mínimo (el llanto repentino de Cara de Liebre) y una frase muy breve: “Sólo me quieren los animales”. Pues bien, eso, amigos, es la poesía.
El milagro de “El gran cuaderno” -y de las dos novelas restantes que forman la trilogía “Claus y Lucas”- es que esa poesía aparece en medio de una trama plagada de hechos repulsivos y de situaciones escabrosas que a menudo se hacen difíciles de soportar. Todas las aberraciones sexuales que podamos imaginar (todas las parafilias, si lo decimos en el lenguaje de los manuales de psicología) están presentes en estas páginas: incesto, bestialismo, sadomasoquismo, urofilia, pederastia… Y podríamos seguir y seguir (hay chantajes, hay agresiones violentas, hay crímenes, hay un parricidio). Y además, la novela está narrada con un estilo tan aséptico que parece concebido para camuflar toda emoción. Pero aun así, por debajo de ese incesante catálogo de violencia, crueldad y aberraciones de todo tipo, aparece la inocencia esencial de los dos gemelos sin nombre que protagonizan esta historia situada en un lugar sin nombre en medio de una guerra también sin nombre.
Se ha dicho que los dos hermanos son dos seres amorales y monstruosos, pero no es verdad. Es cierto que los gemelos se comportan con una frialdad inconcebible, pero los gemelos tienen una brújula moral que determina su comportamiento: si alguien les cae bien porque les inspiracompasión o respeto, esa persona recibe un trato digno. Pero si ven que una persona se comporta de forma cruel, esa persona recibirá tarde o temprano su castigo por parte de los gemelos. Puede que “El gran cuaderno” parezca una novela nihilista y fría y amoral y monstruosa -y lo es en muchas ocasiones-, pero no hay que olvidar que por debajo de esa historia de crueldad y de horror late la mirada de dos niños que tienen que hacer frente al horror indescriptible de una guerra (de hecho, la peor guerra en la historia de la humanidad), esa guerra que Agota Kristof tuvo que vivir cuando tenía nueve años en una remota ciudad fronteriza de Hungría donde su padre era maestro. Y ahora, una última observación: si Agota Kristof estaba obsesionada -como demuestra esta novela- por las aberraciones sexuales de todo tipo, es porque hubo un hecho en su infancia y adolescencia que la marcó para siempre. Lo revelaremos en la próxima sesión del taller, cuando analicemos a fondo esta obra maestra del siglo XX que es “El gran cuaderno”, de Agota Kristof, esa mujer que escribió sus novelas en una lengua que no era la suya y en un país que no era el suyo, después de haberse dedicado a componer mentalmente poemas para soportar la monstruosa rutina del trabajo agotador en una fábrica de relojes de Suiza.
Eduardo Jordá, escritor y traductor
Por séptimo año consecutivo, el Taller de Lectura con Eduardo Jordá centrará nuestra programación cultural para la temporada 2024-2025.
El formato del taller es presencial y virtual. A continuación detallamos las fechas y las lecturas propuestas:
CLAUS Y LUCAS, Agota Kristof / 18 de septiembre
EL BUEN SOLDADO, Ford Madox Ford / 10 de octubre
LA GRAVEDAD Y LA GRACIA, Simone Weil / 14 de noviembre
LOS RECUERDOS DEL PORVENIR, Elena Garro / 12 de diciembre
LA PROMESA, Silvina Ocampo / 16 de enero
ANTOLOGÍA POÉTICA, Wislawa Szymborska/ 13 de febrero
EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS, Joseph Conrad / 13 de marzo
EL CHAL, Cynthia Ozick / 10 de abril
DAISY MILLER, Henry James / 22 de mayo
DEMASIADA FELICIDAD, Alice Munro / 12 de junio
CRÓNICA DE PIEDRA, Ismail Kadaré / 10 de julio