Todo el libro es un deseo de querer tomar el testigo, aferrarse, al menos, a que pervivan los sabores, a que no se pierdan para siempre. Nombrarlos, hacernos partícipes a los lectores de todos esos pequeños y cotidianos actos de amor en forma de receta no son desde luego un salvoconducto contra la muerte. No nos salvarán de nada unos fideos con almejas. Pero estos poemas, llenos de amor del bueno, del que pone la mesa cada día, podrán quizá reconciliarnos con la vida.