Castaño, una de las pocas figuras que experimenta lo que es vivir de la poesía tras treinta años
	de trayectoria y una carrera internacional, extrae conclusiones al hilo de lo vivido y abre
	debate en el que es su primer ensayo. Una reflexión que también invita a una mirada cómplice
	desde cualquier oficio creativo o cultural.
	Los lastres que desde hace siglos insisten en mistificar el oficio poético lo alejan una y otra vez
	de la consideración de trabajo. Diversas y heredadas adhesiones (don, producción «espiritual»
	y hasta gozo) vuelven a caminar opuestas a su dignificación. La misma profesionalización que
	incrementa valor a un músico, a una artista plástica, puede restar crédito a una poeta. Y las
	manos que escriben versos llegan a ser glorificadas en el mismo movimiento con el que se les
	niega una justa remuneración.
	Las ideas de compromiso, de entrega solidaria y hasta de una supuesta oposición al
	capitalismo suelen malentenderse, arremeter en contra propia o acabar por servir
	interesadamente a terceros, todo mientras se paga con monedas simbólicas a quienes
	escriben obligados/as a vivir en un sistema económico en el que no cotizan. Y el riesgo de dejar
	el arte en manos de quien se puede permitir cultivarlo a cambio de nada acaba por
	precipitarse en una brecha de clase capaz de dejar fuera voces de las precarias, de las
	excluidas, de las incómodas.
	Es hora de dejar atrás los velos de organdí con los que la literatura ocultó que se escribe desde
	un cuerpo y poner negro sobre blanco las dificultades materiales que cargan sobre hombros demasiado estrechos por individuales lo que es realmente un legado colectivo.